POR QUÉ EL EURO ES ESENCIAL PARA EL FUTURO DE EUROPA: 1ª PARTE (ARI)
ARI Nº 75/2005 (Traducción del inglés) -- Análisis
Paul Isbell ( 9/6/2005 )
Tema: Un cierto sentimiento de infortunio, junto con el deseo poco perspicaz de hallar una rápida solución a los problemas económicos, ha llevado a un creciente número de formuladores de política económica y de comentaristas a dirigir su miedo y confusión hacia un nuevo objetivo: el euro.
Resumen: Recientemente, responsables de alto nivel de importantes países europeos han empezado a sugerir que sus economías deberían retirarse de la Unión Económica y Monetaria (UEM) para reestablecer sus monedas nacionales. Desafortunadamente, dichas sugerencias revelan una ignorancia tan profunda acerca de la naturaleza y del papel del euro en el contexto del proyecto europeo, así como de las realidades estructurales de la economía mundial, que resultan asombrosamente irresponsables.
La mayor parte de los países europeos perdieron su soberanía macroeconómica eficaz hace mucho tiempo; mucho antes del nacimiento del euro. Por consiguiente, no tiene ningún sentido albergar la ilusión de que un renacimiento de las monedas nacionales podría traducirse en una resolución de los problemas económicos a través de la recuperación de una soberanía macroeconómica nacional que, en términos reales y eficaces, ya hace mucho tiempo que desapareció para siempre.
Hablar de retirarse de la zona euro es peligroso y erróneo. Retirarse de la UEM, no sólo implica una probable crisis monetaria y financiera para el país en cuestión (como por ejemplo Italia) sino que, fundamentalmente, cualquier regreso a una moneda nacional sólo ofrece una autonomía en materia de políticas macroeconómicas en la forma de espejismo.
La moneda única y la política monetaria común del BCE no forman parte del problema de Europa, sino que constituyen un elemento esencial de cualquier respuesta a los crecientes desafíos económicos de Europa. Sin embargo, el euro y el BCE no son capaces, por sí solos, de conseguir que la economía de la zona euro funcione eficientemente, ni son capaces, por sí solos, de recuperar para Europa un cierto grado de soberanía colectiva en materia de políticas macroeconómicas. Por el momento, la UEM tampoco es capaz de contribuir a un crecimiento mayor de la productividad ni de impedir que el estado de bienestar europeo sea destruido por completo.
Para que el euro logre alcanzar con éxito la totalidad de estos objetivos, es preciso emprender rápidamente, antes de que sea demasiado tarde, otras reformas de políticas suplementarias. Lamentablemente, la más importante de tales reformas –la reforma del mercado de trabajo y una coordinación más eficaz de las políticas fiscales y de la gobernanza económica europea– se enfrenta a severos obstáculos para su realización.
Análisis
Introducción
El triunfo del “No” en el referéndum sobre la Constitución Europea de Francia y los Países Bajos ha desatado nuevas oleadas de confusión y pesimismo sobre la naturaleza y la dirección del proyecto europeo. Ahora, no sólo el destino de la Constitución es incierto, sino que la ansiedad sobre la economía europea también está empezando a alcanzar el paroxismo. Prácticamente todo el mundo echa la culpa de ello a lo que tiene más a mano, y el panorama cada vez es más peligroso. Un cierto sentimiento de infortunio, junto con un deseo poco perspicaz de hallar una rápida solución a los problemas económicos, ha llevado a un creciente número de formuladores de política económica y de comentaristas a dirigir su miedo y confusión hacia un nuevo objetivo: el euro.
En los últimos días, se ha informado de que representantes de alto nivel de importantes países europeos han empezado a sugerir que sus economías deberían retirarse de la Unión Económica y Monetaria (UEM) para reestablecer sus monedas nacionales. Roberto Maroni, ministro italiano de Bienestar Social y aliado político de Berlusconi, llegó incluso a sugerir que se celebrara un referéndum para decidir si Italia debería regresar a la lira. Es de suponer que algunos interpretan dicha medida como una forma de recuperar la soberanía económica nacional y de poner fin al estancamiento y al alto desempleo de sus economías. Por razones incomprensibles para ellos, el BCE sencillamente no responderá de un modo adecuado, mientras que el Pacto de Estabilidad y Crecimiento les parece una limitación poco razonable al empleo de la política fiscal para estimular el crecimiento. Según dicha lógica, podría conseguirse un crecimiento renovado, bien planificando una depreciación de las monedas nacionales reintroducidas con objeto de estimular la demanda exterior, o suavizando la política monetaria nacional reintroducida para estimular la demanda nacional. Lamentablemente, tales sugerencias revelan una ignorancia tan profunda acerca de la naturaleza y del papel del euro en el contexto del proyecto europeo, así como de las realidades estructurales de la economía mundial, que resultan asombrosamente irresponsables.
Hay demasiado en juego para permitir que tales visiones miopes se alimenten del creciente nivel de temor y confusión que actualmente se está apoderando de las poblaciones de toda Europa.[1] Afortunadamente, algunos ministros europeos –desde Hans Eichel hasta Pedro Solbes– han señalado tranquilamente que no habrá ninguna vuelta atrás con respecto al euro, salvo, claro está, que se produzca una grave crisis financiera y la probable extinción del proyecto europeo. No obstante, hay temor y confusión. Por consiguiente, debemos regresar a los principios básicos del euro y explicar por qué se creó, qué se supone que conseguirá para Europa y sus gentes (y lo que se supone que no conseguirá) y qué es lo que todavía queda por hacer –y quién deberá hacerlo– para que el euro pueda cumplir verdaderamente su propósito. De lo contrario y si nos limitamos a observar mientras fuerzas irracionales y centrífugas desgarran la unidad y la coherencia de la zona euro, todos pagaremos un precio mucho más alto que el que muchos europeos consideran erróneamente que están pagando ahora como consecuencia de haber adoptado el euro en primer lugar. Nos guste o no, en última instancia descubriremos que si dejamos que el euro fracase, llegará un momento –pero sólo después de experimentar mucho más dolor económico y de perder un tiempo precioso– en el que alcanzaremos la conclusión de que necesitamos y deseamos el euro de nuevo. Para entonces, sin embargo, puede que ya sea demasiado tarde.
Dicho de otro modo, lo que sucede es que la mayoría de los países europeos perdieron su soberanía macroeconómica eficaz hace mucho tiempo; mucho antes del nacimiento del euro. Por consiguiente, no tiene ningún sentido albergar la ilusión de que un renacimiento de las monedas nacionales podría traducirse en una resolución de los problemas económicos a través de la recuperación de una soberanía macroeconómica nacional que, en términos reales y eficaces, ya hace mucho tiempo que desapareció para siempre.
Regreso a los principios básicos del euro
En primer lugar, es importante recordar que el euro fue concebido para proporcionar un cierto grado de estabilidad y flexibilidad macroeconómica (lo que podríamos denominar “soberanía” macroeconómica) y un crecimiento potencial a las economías europeas que de otro modo nunca podrían conseguir por sí mismas. En segundo lugar, el euro también ofrecía la posibilidad de maximizar los beneficios del mercado único europeo, mejorando determinados aspectos de la eficiencia microeconómica: principalmente, aumentando la transparencia (y, por consiguiente, la “simetría”) de la información de precios en todo el continente y eliminando una serie de costes transaccionales innecesarios (como las comisiones cambiarias). El efecto combinado consistiría en permitir que la economía europea pudiera crecer con mayor rapidez con el paso del tiempo, además de responder con mayor eficiencia y menos dolor a las sacudidas internacionales de una economía mundial cada vez más globalizada. Por último, un posible efecto indirecto –aunque políticamente significativo– del establecimiento del euro consistiría en crear una nueva moneda internacional, con un peso y atractivo suficiente como para que, con el tiempo, pudiera reportar a Europa parte de los beneficios económicos y de la influencia política internacional de que EEUU ha estado disfrutando en solitario desde la Segunda Guerra Mundial como resultado de la posición central del dólar en una economía internacional sin importantes rivales monetarios.
Para conseguirlo, sin embargo, se requeriría que cada uno de los países europeos cediera su soberanía sobre la política macroeconómica nacional –es decir, la capacidad discrecional independiente de sus Gobiernos para intentar mejorar la evolución de la economía nacional mediante el empleo de una política fiscal y monetaria– para fusionarla con la de sus socios en instituciones europeas.[2] Además, para consolidar los beneficios en términos de una mayor estabilidad y flexibilidad macroeconómica y crecimiento potencial, y disfrutar de protección frente a las tensiones internas que, en determinados países y en determinados momentos, podrían convertirse en políticamente insostenibles, los agentes económicos europeos –tanto el capital como la mano de obra– deberían gozar de una mayor movilidad geográfica (con respecto a fronteras nacionales internas) y deberían ser más flexibles (con respecto a las rigideces de los mercados nacionales de los factores productivos).
También es importante recordar que la introducción del euro y la consecución de sus objetivos nunca han implicado, por sí mismas, la necesidad de reducir o de eliminar todos los aspectos del estado de bienestar del modelo económico europeo. Al contrario; si el euro lograba alcanzar su potencial, y se conseguía que los mercados europeos de productos y de factores productivos fueran más flexibles y eficientes para lograr dicho objetivo, el euro realmente haría que cualquier requisito futuro para reformar el estado de bienestar fuera menos severo y más fácil de conseguir que antes de su existencia. Dicho de otro modo, un modelo económico de laissez faire (léase “el modelo anglosajón”) nunca fue un requisito previo para un euro próspero, si bien es cierto que deben efectuarse algunas modificaciones con respecto a los excesos que presenta el modelo europeo en su forma actual.[3]
Cómo recuperar la soberanía macroeconómica que Europa perdió hace mucho
La conclusión fundamental a tener en cuenta es que se puede conseguir una mayor independencia real, en términos de política macroeconómica, mediante el establecimiento de una economía europea con una única moneda continental, una política monetaria unificada y, por lo menos, un sistema de políticas fiscales nacionales altamente coordinado, que ninguna de las economías de los miembros individuales de Europa podría alcanzar por medio de sus propias maquinarias nacionales de políticas económicas. Para entender por qué esto es así, no sólo se precisa una comprensión académica de la economía internacional (si bien ésta es esencial), sino que también hay que comprender por qué la estructura y las características propias (siempre cambiantes) de la economía internacional tienen la inoportuna tendencia de producir unos resultados que, por lo general, difieren de los proyectados en los libros de texto.
Los conceptos que hay que comprender incluyen: (1) la naturaleza del régimen cambiario elegido; (2) las repercusiones del régimen cambiario elegido en la eficacia anticíclica relativa de la política discrecional nacional en materia fiscal y monetaria; (3) las repercusiones de las dimensiones económicas en la elección del régimen cambiario; y (4) las repercusiones de (1), (2) y (3) en la realidad pragmática de la “soberanía” macroeconómica nacional; es decir, en qué circunstancias la política macroeconómica nacional resulta eficaz y, por lo tanto, verdaderamente “soberana”, y en qué circunstancias el concepto de dicha soberanía económica nacional es una ilusión peligrosa. En nuestra opinión, cuando el euro fue adoptado, las economías europeas individuales ya habían perdido la totalidad –o una gran parte– de su verdadera autonomía discrecional en materia de políticas macroeconómicas. No cabe ninguna duda de que ésta es la razón por la que los líderes europeos promovieron la creación del euro.
Los tipos de cambio fijos y la política monetaria
El cliché del libro de texto más básico nos dirá que en un régimen de tipo de cambio fijo –en el que los bancos centrales intervienen de forma constante en el mercado de divisas para mantener un objetivo de tipo de cambio establecido (o una “paridad”)–, los responsables de la política económica nacional tienen que ceder su “soberanía” discrecional sobre la política monetaria. Ello se debe a que la política monetaria debe centrar su atención en mantener la estabilidad del tipo de cambio –endureciendo la política y aumentando los tipos de cambio para atraer entradas de capital a corto plazo y poner fin a las importaciones para respaldar una moneda con tendencia al debilitamiento, o aflojando la política y reduciendo los tipos de cambio para estimular las salidas de capital y potenciar las importaciones con objeto de limitar la fuerza de una moneda con tendencia a la apreciación–. Otra forma de expresar la realidad de esta pérdida de soberanía monetaria discrecional consistiría en señalar que, en un régimen de tipo de cambio fijo, la política monetaria debe producir, con el tiempo, aproximadamente la misma tasa de inflación que la moneda o las monedas con respecto a las que se ha fijado la moneda de un país, a efectos de mantener el nivel de competitividad de la economía en relación con el de sus socios comerciales (es decir, su “tipo de cambio efectivo real”), evitando así la aparición de significativos déficit o superávit de la balanza de pagos que harían que el tipo de cambio se desviara de su objetivo fijado.[4]
Ello significa que la política monetaria no se puede utilizar eficazmente de un modo discrecional, ni para estimular el crecimiento interno ni para limitar la inflación nacional –con independencia del tipo de cambio–. En realidad, el mantener un tipo de cambio fijo (o estable) puede exigir que la política monetaria provoque una ralentización o agudice una recesión para respaldar un tipo de cambio, o que importe inflación y estimule el crecimiento excesivo para debilitar una moneda en proceso de fortalecimiento. La política monetaria no puede mantener el tipo de cambio fijo y al mismo tiempo perseguir objetivos macroeconómicos anticíclicos independientes. En efecto, es posible que la política monetaria se vea obligada a adoptar un comportamiento procíclico –como en el caso de la restrictiva política monetaria de España en 1991 y 1992, que agravó la ralentización y subsiguiente recesión (una política procíclica que con el tiempo provocó un abandono de la paridad original y la primera de una serie de devaluaciones)–. Lo que hay que recordar acerca de la soberanía de la política monetaria es que significa que el banco central tiene poder para evitar un crecimiento excesivamente bajo Y poder para refrenar una inflación excesiva. Si, en cualquier momento dado, la política monetaria no puede alcanzar ninguno de estos objetivos, entonces es que no es verdaderamente soberana.
Los tipos de cambio fijos y la política fiscal
Por otro lado, el libro de texto también nos diría que en un régimen de tipo de cambio fijo, los responsables de la política económica nacional continúan disfrutando, por lo menos, de una soberanía limitada sobre la política fiscal, que en tales circunstancias conserva su capacidad discrecional para ejercer un impacto independiente sobre el crecimiento y la inflación interna. Cuando la economía está funcionando por debajo del nivel de producción potencial de pleno empleo –mostrando innecesariamente altos niveles de desempleo como prueba de ello– la política fiscal expansiva (gastos más altos o impuestos más bajos) puede estimular el crecimiento a corto plazo y reducir el desempleo. Cuando la economía está funcionando al mismo nivel –o casi– que la producción potencial de pleno empleo –con presiones inflacionarias en proceso de aceleración como prueba de ello– una política fiscal restrictiva (gastos más bajos o impuestos más altos) puede contener el recalentamiento y limitar la inflación excesiva.
Éstas eran las medidas básicas de corte Keynesiano que potencialmente podrían haberse aplicado –de un modo más o menos uniforme– en Europa durante la primera fase del período de la posguerra. No obstante, si bien este marco conceptual proporcionó la orientación básica para el pensamiento en materia de políticas macroeconómicas en la Europa posbélica, caracterizada por el régimen de tipos de cambio fijos de Bretton Woods, una serie de realidades económicas empezaron a cambiar con el tiempo, modificando –y finalmente neutralizando– la naturaleza soberana discrecional de las políticas fiscales nacionales europeas. A partir de aquí, debemos ahondar en el terreno de las tendencias de políticas del mundo real y de las realidades estructurales del mundo real que nos obligan a mirar más allá de la dinámica de los libros de texto convencionales; algo que, según insisten erróneamente los ciudadanos profanos del mundo real, los economistas casi nunca hacen.
Los tipos de cambio fijos en un mundo imperfecto y en constante evolución
En primer lugar, con el paso del tiempo, las autoridades económicas europeos fueron perdiendo progresivamente el control sobre la política fiscal. Como resultado, en parte, de la necesidad de experimentar un aumento secular en el gasto público para crear el estado de bienestar, pero también como resultado de la ausencia de una disciplina fiscal –inducida por la política electoral– que permitiera que los déficit siguieran ampliándose, incluso durante épocas de fuerte crecimiento económico, las economías europeas empezaron a acumular significativas cantidades de deuda pública.[5] En un principio, esta ausencia de disciplina fiscal no supuso un precio significativamente elevado para las economías europeas; por lo menos, hasta que uno de los presupuestos subyacentes del panorama básico Keynesiano empezó a ceder. El modelo básico Keynesiano, en el que la política fiscal se podía utilizar como herramienta anticíclica fundamental, asumió, no sólo tipos de cambio fijos, sino, además, mercados de capitales cerrados, o por lo menos mercados de capitales internacionales altamente regulados. Tan pronto como el capital financiero tuvo libertad para ir y venir –tal y como sucedió, primero de forma gradual durante las décadas de los sesenta y de los setenta, y después más claramente durante las décadas de los ochenta y los noventa– pudo imponerse potencialmente una disciplina de mercado “exterior” en la política fiscal nacional. El sentimiento de los inversores con respecto a la salud y el dinamismo de la economía nacional –y con respecto a la sostenibilidad de la deuda pública que los inversores internacionales podían elegir financiar– se convertiría en un factor que cada vez influiría en mayor medida en los tipos de interés de la economía nacional y, por extensión, en los costes de generar y hacer frente a la deuda pública.
En un panorama tan nuevo como éste, la soberanía discrecional de la política fiscal nacional para estimular el crecimiento no sólo estaría parcialmente limitada por el nivel de producción potencial (y la aparición de presiones inflacionarias), sino también por la percepción de los inversores, que ahora gozan cada vez de más libertad para operar a escala internacional e imponer una prudencia fiscal, recompensando la disciplina y la competencia fiscal anticíclica con tipos más bajos, y penalizando la imprudencia y la incompetencia fiscal con tipos más altos. En un caso extremo de mercados de capitales totalmente abiertos y con un alto nivel de deuda pública previamente generada, es fácil que “la tiranía de los mercados de valores de renta fija” se imponga seriamente. Éstas eran las características del panorama europeo durante el apogeo del Mecanismo de Tipos de Cambio (MTC) europeo y las fases iniciales de la Unión Económica y Monetaria (UEM).
Cuando, por ejemplo, España empezó a experimentar el endurecimiento monetario provocado por la interacción del MTC con la reunificación alemana, la política fiscal española se empezó a relajar, en parte para compensar los efectos contraccionistas impuestos por el objetivo fundamental de la estabilidad cambiaria. Sin embargo, durante 1991 y 1992, España también estaba completando su integración en los mercados de capitales europeos y suprimió sus últimos controles de capital. Teniendo en cuenta los altos niveles de déficit fiscal que se estaban registrando en España a principios de la década de los noventa, junto con la rápida acumulación de deuda pública, los inversores empezaron a rechazar la peseta en espera de la decisión de las autoridades españolas de renunciar a la disciplina fiscal –para luchar contra un alto desempleo y apaciguar a los sindicatos indignados por las reformas liberalizadoras que exigía la integración europea– y de abandonar la vinculación del tipo de cambio al MTC.[6] Las devaluaciones forzadas de la peseta en 1992 y 1993 proporcionaron una evidencia palpable de que, con tipos de cambio fijos, con mercados de capitales abiertos y con la percepción por parte del mercado de una acumulación de deuda insostenible, España había perdido cualquier autonomía discrecional real en materia de política fiscal. Si bien España podía seguir abrigando la falsa ilusión de una soberanía independiente en materia de política fiscal, hacer eso mientras mantenía un tipo de cambio fijo vinculado al MTC – o incluso a un tipo de cambio inferior– sólo provocaría una disciplina de mercado más tiránica, tipos de intereses más altos, una tasa de desempleo más elevada y un estancamiento económico que podría amenazar con convertirse en crónico y profundamente arraigado. El hecho de que el Ministro de Economía y Hacienda, Pedro Solbes, invirtiera rápidamente el curso de la política fiscal en 1994 y 1995 atestiguó el hecho afortunado de que la claridad en lo referente a los intereses nacionales y a la naturaleza ilusoria de una soberanía nacional en materia de política fiscal –cristalizada por el intenso dolor económico de la recesión– había sido capaz de regresar para dominar la política española[7].
Por supuesto, el reconocimiento cada vez más extendido de esta cambiante realidad estructural en la economía mundial –evidente para muchos europeos desde el período de Bretton Woods a finales de la década de los sesenta– y sus repercusiones por lo que respecta al deterioro de la soberanía nacional en materia de política fiscal –junto con la total ausencia de una soberanía monetaria con tipos de cambio fijos– formaba parte de la idea original de comenzar a avanzar, en primer lugar, hacia la creación del euro. Por lo tanto, la Lección Número Uno es que, con unos tipos de cambio fijos, ninguna economía disfruta de la soberanía monetaria (la explicación del libro de texto) y que, con el tiempo, debido a los típicos excesos en materia de políticas y a los cambios que se producen en las realidades de la economía mundial, termina por perder cualquier autonomía discrecional efectiva en materia de política fiscal (el anexo aportado por el mundo real al libro de texto).
Esta lección es especialmente relevante en lo que respecta a la realidad económica europea bajo la UEM: el límite máximo en regímenes de tipos de cambio fijos intraeuropeos. Tras la desaparición de la soberanía monetaria nacional –fusionada con la soberanía europea colectiva del BCE–, el libro de texto sugiere que por lo menos existe el potencial para utilizar la autonomía nacional discrecional en materia de política fiscal con vistas a paliar divergencias cíclicas entre las economías de la zona euro y a compensar el impacto interno de los denominados “choques asimétricos”. Sin embargo, con mercados de capitales abiertos y una situación casi universal de una deuda pública relativamente alta, esta soberanía nacional discrecional en materia de política fiscal es, en el mejor de los casos, ilusoria, dado que los mercados internacionales de bonos todavía pueden imponer su tiranía a través de tipos de interés más altos. Esta realidad proporcionó el punto de partida para la tentativa de adoptar una normativa europea en materia de política fiscal, así como un mecanismo para la coordinación de políticas fiscales. El resultado fue la adopción del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, con independencia de que haya resultado ser imperfecto. La cuestión que debe destacarse aquí es que el impulso para establecer algo como el Pacto de Estabilidad y Crecimiento no era erróneo en sí mismo, si bien es cierto que el actual Pacto de Estabilidad y Crecimiento, incluso tras las recientes modificaciones que se han llevado a cabo, sigue siendo un mecanismo incompleto e insuficiente para alcanzar una coordinación eficaz en materia de política fiscal en la zona euro.
No obstante, gran parte de la confusión de los últimos años proviene del hecho paradójico de que la situación actual es prácticamente opuesta a la que se temía durante los debates sobre el euro y los Criterios de Convergencia de Maastricht. Por aquel entonces, se consideraba que la pérdida de soberanía monetaria nacional que exigía el euro podría colocar en una difícil situación a determinados países que tendían a presentar una tasa de desempleo elevada (como los denominados PIGS: Portugal, Italia, Grecia y España). Si el desarrollo económico se debilitaba en mayor medida en esos países que en las economías dominantes, como Alemania y Francia (el supuesto, aunque erróneo, que predominaba entonces), el BCE mantendría, en teoría, la política monetaria de acuerdo con la tasa de inflación en todo el continente, dejando a las economías periféricas más vulnerables con pocas opciones –salvo un mayor gasto público– para hacer frente a la recesión y a una tasa de desempleo todavía más elevada.
Sin embargo, dada la percepción del mercado de que los PIGS eran precisamente esas economías con tendencias históricas hacia déficit excesivos, se creó el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (una ampliación indefinida del criterio de déficit previsto por Maastricht) con el propósito de limitar la imprudencia fiscal esperada por parte de tales países y los consiguientes efectos negativos de mercado sobre los tipos de interés en toda la zona euro, inclusive en aquellos países que presentasen prudencia fiscal. Evidentemente, eso puso un límite a la última herramienta de políticas macroeconómicas autónomas de que disponían los gobiernos nacionales. Lo más irónico es que, pese a ello, desde el principio del euro –y en especial desde la última ralentización mundial– el crecimiento y el desempleo han salido mucho peor parados en las principales economías de Europa que en la periferia, además de haber sido éstas las que han superado, incluso con mayor frecuencia, el límite de déficit previsto por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Y ahora, es precisamente en algunas de esas principales economías donde el sentimiento antieuropeo y las presiones se han convertido en más evidentes.[8]
Más irónico todavía es el hecho de que España haya experimentado un “choque asimétrico positivo”: lo opuesto de lo que muchos imaginaron que sucedería. Dada la tasa de inflación más alta de España, con respecto a la de las principales economías europeas, como Alemania y Francia, los tipos de interés reales han sido, durante años, significativamente inferiores en España que en el resto de Europa. Ello se puso especialmente de manifiesto desde que el BCE empezó a bajar los tipos de interés en 2001. Ahora, los tipos de interés reales a corto plazo que hay en España se sitúan por debajo del uno por ciento negativo. Ello significa que desde el inicio del euro –cuando España perdió su soberanía formal en materia de política monetaria– pero, en especial, desde la ralentización de 2001, la política monetaria que se ha impuesto a España desde el BCE ha sido excesivamente laxa, estimulando el consumo, los préstamos y el crecimiento. Este choque asimétrico positivo –lo contrario de lo que Alemania ha estado experimentando– no sólo permite explicar el diferencial de crecimiento positivo que España ha registrado con respecto al promedio de la zona euro, sino también la acumulación constante de desequilibrios macroeconómicos en España, incluyendo el aumento en la deuda de las unidades familiares, la potencial burbuja del mercado de la vivienda, y la ampliación del déficit exterior. Para bien o para mal, España eligió no compensar esa laxitud monetaria usando su herramienta todavía autónoma de una política fiscal incluso más restrictiva (el Pacto de Estabilidad y Crecimiento impone un límite mucho más estricto a los déficit excesivos que a la generación de superávit fiscales). Actualmente, España se enfrenta, para bien o para mal, a una posible corrección, fruto del ajuste futuro de sus desequilibrios. Nadie sabe con certeza cuándo va a producirse, pero no es probable que pueda evitarse si los tipos de interés del BCE vuelven a subir de nuevo en el algún momento futuro.
Tipos de cambio flexibles y soberanía macroeconómica
En un régimen de tipos de cambio flexibles, sin embargo, el libro de texto nos diría que una economía nacional recupera autonomía en materia de política monetaria, pero pierde soberanía en términos de política fiscal. Ello obedece a que ya no se precisa la política monetaria para velar por el tipo de cambio, que en su lugar fluctúa libremente según la oferta y la demanda en el mercado de divisas. La política nacional del tipo de interés del banco central puede centrarse en la gestión de la demanda nacional, ejerciendo una influencia anticíclica en el crecimiento y la inflación. La política fiscal, por otra parte, cada vez resulta menos eficaz a la hora de ejercer una influencia independiente en la demanda nacional, debido a la presión ascendente en los tipos de interés generada por la competencia resultante con los agentes del sector privado por los recursos financieros limitados que el Gobierno ahora precisa para financiar los niveles más altos del exceso de gasto público que conlleva una política fiscal más laxa. Este impacto sobre el crecimiento –potencialmente negativo y compensatorio– que procede del impacto de los tipos de interés más altos en el consumo y la inversión económica internos –en ocasiones denominado “desplazamiento” (crowding out)– es particularmente restrictivo cuanto más cerca está la economía de la producción potencial y más inflacionaria es cualquier relajación de la política fiscal.
Una vez más, debemos alejarnos de la estricta interpretación de los libros de texto para incorporar tendencias en materia de políticas del mundo real y estructuras económicas del mundo real. En primer lugar, incluso ignorando la tendencia histórica hacia una conveniencia fiscal “política” y una acumulación de la deuda, la naturaleza cada vez más competitiva de las legislaturas nacionales ha ralentizado el proceso presupuestario, convirtiendo la política fiscal en una herramienta extremadamente lenta y poco útil para gestionar la economía de un modo anticíclico. Ésta es una de las razones por las que la mayoría de los Keynesianos contemporáneos han argumentado que el arma macroeconómica cotidiana de primera línea contra un crecimiento débil y una inflación excesiva debe ser la política monetaria, manejada por un banco central independiente y tecnócrata. La política fiscal, dada su rigidez y naturaleza poco práctica como herramienta anticíclica, debería centrarse sobre todo en la generación de suficientes ingresos para financiar actividades estatales esenciales (y posiblemente ayudar a amortiguar disparidades regionales internas), y sólo debería utilizarse de forma anticíclica en un caso extremo de depresión, en el que la política monetaria pierda su fuerza y empiece a dejar de ser eficaz. Si bien es cierto que durante la Gran Depresión la mayoría de las autoridades económicas no entendían que en tales circunstancias extremas la expansión fiscal probablemente fuera la única política que tal vez podría haber puesto fin a la depresión con anterioridad (dado que los mercados de capitales estaban más o menos cerrados), hoy en día, son muchos (particularmente de izquierdas) los que todavía no comprenden que si Keynes abogó por una expansión fiscal activa en la década de los años treinta, no fue porque esta política siempre resulte óptima para estimular el crecimiento, sino, sencillamente, porque a principios de la década de los treinta la situación ya había ido demasiado lejos como para poderse remediar mediante cualquier otra opción de políticas.
En segundo lugar, el efecto de “desplazamiento” (crowding out) antes mencionado ha tendido a desactivarse por la apertura de mercados de capitales, lo que implica una fuente de finanzas potencialmente mucho mayor, que permite financiar los déficit gubernamentales. En realidad, el movimiento desde mercados nacionales de capitales cerrados a mercados de capitales regulados y posteriormente a mercados de capitales totalmente abiertos, libera, tanto a los inversores nacionales como al Gobierno nacional, de la posibilidad de ser tomado como rehén por el otro.
Además, el límite impuesto por la producción potencial –a través del fenómeno de “desplazamiento” (crowding out)– sobre una política fiscal nacional expansiva y deficitaria se debilita de forma considerable con los mercados de capitales abiertos. Ahora, el Gobierno puede recurrir a un conjunto de ahorros mundiales mucho mayor cuando acude al mercado de valores de renta fija para financiar el gasto del déficit. Si la economía en cuestión posee mercados financieros que son lo suficientemente profundos y amplios, entonces el potencial del Gobierno para utilizar la política fiscal como una herramienta de política discrecional e independiente podría mantenerse, en especial si goza de una buena reputación en los mercados por lo que se refiere a un uso astuto de la política fiscal (lo que significa que normalmente no ha contribuido a presiones inflacionarias excesivas). Éste podría ser el caso de una economía relativamente amplia y dinámica que se haya ganado la confianza de los mercados (por ejemplo, EEUU).
Por otra parte, el límite al que se enfrentan los inversores nacionales en mercados de capitales cerrados, o regulados, también se ha reducido. Antes de la total apertura de los mercados de capitales, los inversores nacionales sólo disfrutaban de una capacidad limitada para canalizar los ahorros nacionales hacia el exterior. En esa situación, se encontraban más o menos cautivos de la política fiscal nacional. Si bien podían renunciar al mercado nacional de valores de renta fija en favor de otros mercados financieros nacionales, como el mercado de la Bolsa, su capacidad para maximizar sus ingresos sin invertir en deuda del Gobierno nacional estaba claramente limitada por determinadas regulaciones nacionales y extranjeras sobre flujos de capital. Sin embargo, con los mercados de capitales abiertos tales inversores nacionales pueden unirse al ejército de inversores internacionales que buscan las rentas percibidas como las más altas y seguras a escala global. Esta capacidad permite a los inversores locales aprovechar la fortaleza de la comunidad inversora internacional para imponer disciplina en la política fiscal de sus propios Gobiernos, en especial cuando la comunidad inversora percibe una trayectoria de abusos fiscales y la posibilidad de su rápido resurgimiento.
Esto hace que el gasto deficitario y la acumulación de la deuda en una economía nacional individual –y, lo que es más importante, las opiniones del mercado al respecto, en concreto con relación a su posible resurgimiento– cobren especial relevancia a la hora de determinar el grado probable de autonomía discrecional en materia de política fiscal que una economía nacional podrá manejar en un régimen de tipos de cambio flexibles con una moneda nacional. En este sentido, el caso de Italia es bastante interesante, en especial tras las recientes sugerencias de que se debería retirar de la UEM.
Teniendo en cuenta los niveles de deuda italiana, y la memoria del mercado sobre la “manipulación” de los criterios de Maastricht para permitir que Italia entrara en el euro como miembro fundador (es decir, permitiendo que Italia aplicara un “euro-impuesto” extraordinario para satisfacer el umbral de déficit del 3% en 1997), lo más probable es que la disciplina del mercado se reimpusiera sobre cualquier lira reintroducida, despojando efectivamente a Italia de cualquier autonomía percibida en materia de política fiscal.[9] El resultado más probable sería un regreso de la inflación, altos tipos de interés, y un estancamiento económico, en especial en el caso de que el entorno económico internacional continuara estando caracterizado por unos precios del petróleo cada vez más altos.[10] Por supuesto, es posible argumentar que quizá esta vez Italia utilizaría una política fiscal más prudente de lo que ha venido demostrando históricamente. De ser así, y en el caso de que los mercados tuvieran que conceder a Italia incluso un mayor crédito fiscal de lo que cabría razonablemente esperar, entonces tal vez podría confiar en un tipo de cambio flexible y en una política monetaria discrecional anticíclica para ayudar a estimular y refrenar la demanda doméstica cuando fuera apropiado.
Ahora bien, tal y como hemos demostrado anteriormente, del mismo modo en que ha resultado que la soberanía en términos de política fiscal, con unos tipos de interés fijos, no es más que un espejismo, si tenemos en cuenta los cambios en la estructura y el comportamiento de la economía mundial, una moneda nacional (como una lira reintroducida) bajo tipos de cambio flexibles, también se encontrará con que su soberanía discrecional en materia de política monetaria está significativamente limitada, resultando en extremo complicada por la inserción de la economía nacional en el mercado internacional de bienes y capitales. A diferencia del caso de Japón o de EEUU (las dos economías más importantes del mundo), la mayoría de los países están altamente expuestos al comercio internacional, medido como porcentaje del PIB nacional. Un tipo de cambio flexible impone costes nacionales muy pequeños en EEUU o Japón (en términos de volatilidad de precios en el mercado interior o de oscilaciones en el impacto de la demanda exterior sobre el crecimiento del PIB –complicando, en ambos casos, la ejecución de la política monetaria–), puesto que las importaciones o exportaciones como porcentaje del PIB tienden a representar el 15% o menos, dado el enorme tamaño de los mercados interiores de dichos países. Sin embargo, en Europa –en realidad, en la mayor parte del resto del mundo– las exportaciones o importaciones como porcentaje del PIB tienden a rebasar considerablemente el 30% (y en ocasiones un porcentaje significativamente superior). Por lo tanto, podría esperarse que la depreciación de una moneda europea nacional “importe” por lo menos el doble de presión inflacionaria (mediante precios de importación más altos medidos en moneda local) que una depreciación equivalente del dólar estadounidense.
La diferencia en la vulnerabilidad a la volatilidad del tipo de cambio existente entre EEUU y las economías europeas individuales tiende a ser incluso más pronunciada, si tenemos en cuenta que el gran mercado abierto y dinámico de EEUU suele percibirse como una prioridad para los exportadores mundiales (en especial, ante la ausencia de un mercado europeo único, eficiente y unificado), induciéndolos a absorber gran parte de los efectos de un dólar en proceso de debilitamiento en la forma de márgenes de beneficios más bajos –en lugar de arriesgarse a perder cuota de mercado en el mercado estadounidense, pasando los efectos negativos de un dólar más débil en los ingresos de exportación a los consumidores estadounidenses como precios de importación más altos. En otras palabras, la denominada “transferencia” [pass-through] a los precios nacionales de las fluctuaciones del tipo de cambio del dólar tiende a ser más baja que para las economías individuales europeas que podría, en principio, operar con sus propias monedas nacionales.[11] Esta relativa vulnerabilidad sería especialmente pronunciada en aquellos países europeos individuales que carecen de credibilidad en el marco del control de la inflación y del déficit.[12]
Esto significa que la política monetaria discrecional resultaría más complicada para las economías europeas individuales que para la Reserva Federal de EEUU, por la simple razón de que la economía de EEUU es estructuralmente la más grande del mundo, mientras que incluso las economías europeas más grandes quedan empequeñecidas por las dimensiones de EEUU. Por consiguiente, en un mundo con predominio estadounidense –pero sin una UEM lo suficientemente grande y eficiente– el crecimiento de la oferta monetaria y los tipos de interés tenderían (como lo hicieron antes de la existencia de la UEM) a ser más volátiles para los países europeos individuales que para EEUU. Por lo tanto, los bancos centrales europeos individuales estarían considerablemente esposados con respecto a sus colegas de la Reserva Federal de EEUU. Este impacto intensificado de la volatilidad de los tipos de cambio, bajo mercados de capitales abiertos, en el nivel doméstico de producción y precios, no sólo significa que una política monetaria eficaz resultaría más difícil de lograr para países individuales, sino que también hace que los países europeos individuales –en especial aquéllos cuya reputación en términos de estabilidad de precios y ortodoxia fiscal sigue cuestionándose– sean vulnerables a las crisis financieras y de tipos de cambio, como las que se han experimentado en los mercados emergentes.[13]
Por consiguiente, la Lección Número Dos es que para la mayor parte de las economías –que no son lo suficientemente grandes ni están lo bastante desarrolladas para dominar la economía mundial como lo está haciendo EEUU en la actualidad– incluso unos tipos de cambio flexibles sólo ofrecen una soberanía en materia de políticas macroeconómicas limitada y cada vez más ineficaz, por no mencionar la inexistencia de una verdadera autonomía en términos de política fiscal. Además, durante décadas, la mayor parte de las economías relativamente pequeñas, tanto desarrolladas como en vías de desarrollo –es decir, prácticamente todas las economías del mundo, con las notables excepciones de EEUU, Japón y el Reino Unido– han tenido clara esta lección. Cuando la supuesta soberanía en materia de políticas macroeconómicas bajo tipos de cambio flexibles se expone realmente tal y como es –ineficaz y en última instancia ilusoria– y esta constatación se coloca junto a la realidad de un aumento en la volatilidad del PIB y de los precios provocado por tipos de cambio flexibles, no es sorprendente que la mayoría de los países también prefieran una cierta forma de tipos de cambio estables.[14] En efecto, la mayoría de los países han intentado resistir la tendencia hacia tipos de cambio puramente flotantes. Los países europeos han emprendido un proyecto de varias décadas de duración para poder ir más allá de los tipos de cambio fijos internos europeos con vistas a una unificación monetaria, mientras que las economías en vías de desarrollo y emergentes ya hacía tiempo que se agarraban a alguna forma de tipos de cambio fijos –por lo menos hasta la crisis de los mercados emergentes– e incluso ahora demuestran un claro “temor a flotar”, adoptando un régimen formal de tipos de cambio flexibles, si bien siguen interviniendo con el propósito de suavizar sus fluctuaciones cambiarias.
Si nos tomamos seriamente las lecciones número uno y número dos, resulta bastante fácil comprender por qué los europeos crearon el euro. Era una respuesta –coherente con los otros aspectos de la integración europea– a las tendencias estructurales concretas de la economía mundial asociada a la globalización; a saber: los mercados de capitales abiertos y una mayor integración en los mercados internacionales de bienes y servicios. Se trataba de un cambio estructural de la economía europea, que respondía a una voluntad política y que había sido diseñado para crear un mercado y un espacio monetario más o menos equivalente al de EEUU.
Esto nos lleva a la Lección Número Tres: sólo creando una economía europea continental aproximadamente similar en términos de dimensiones y de atractivo a la de EEUU podrían los europeos recuperar una cierta soberanía colectiva en materia de política macroeconómica, invirtiendo así el supuesto básico en el que los mercados internacionales ahora creen como si se tratara de un artículo de fe: que la Reserva Federal dirige la política monetaria del mundo.
Conclusión: Hablar de retirarse de la zona euro es peligroso y erróneo, no sólo para cualquier país individual que considere dicha posibilidad, sino también para el resto de los socios de la UEM que permanezcan en la zona. Retirarse de la UEM, no sólo implica una probable crisis monetaria y financiera para el país en cuestión (como Italia, por ejemplo) sino que cualquier regreso a una moneda nacional sólo ofrece un espejismo de una autonomía macroeconómica. Si la zona euro se redujera como consecuencia de cualquier hipotética deserción, los miembros que quedasen en ella disfrutarían incluso de menos autonomía de la que ahora poseen colectivamente. Ni tan siquiera Alemania ni Francia ni el Reino Unido podrían seguir siendo inmunes a la inestabilidad que resultaría del desmoronamiento del euro, aun cuando se quedaran fuera de una euro-área reducida y operaran sus propios regímenes cambiarios flexibles nacionales. Dado que el grueso de sus transacciones comerciales lo realizan con los actuales miembros de la UEM, la inestabilidad cambiaria resultante conllevaría severas complicaciones para la operación de su política monetaria supuestamente autónoma, limitando, en última instancia, su crecimiento potencial, una situación que duraría indefinidamente en el futuro. Sin embargo, si la presión continúa afectando a la zona euro, las economías más fuertes y que gozan de mayor credibilidad sí podrán tener por lo menos un incentivo para abandonar el euro. Si Italia y otras economías débiles como Grecia y Portugal tuvieran que hacer frente a severas cargas de deudas denominadas en euros como resultado de las probables depreciaciones de sus monedas reintroducidas, las economías que gozan de más credibilidad se enfrentarían a la perspectiva de cargas de deudas denominadas en euros más bajas si sus monedas reintroducidas se apreciaran con relación al euro.
Es evidente que la moneda única y la política monetaria común del BCE no forman parte del problema de Europa –tal y como pretende afirmar una opinión cada vez más generalizada–, sino que constituyen un elemento esencial de cualquier respuesta a los crecientes desafíos económicos de Europa. Sin embargo, también resulta evidente que el euro y el BCE no son capaces, por sí solos, de conseguir que la economía de la zona euro funcione eficientemente ni conforme a su potencial, ni son capaces, por sí solos, de recuperar para Europa un cierto grado de soberanía colectiva en materia de políticas macroeconómicas. Por el último, la UEM tampoco es capaz, por el momento, de contribuir a un crecimiento más alto de la productividad ni de impedir que el estado de bienestar europeo sea destruido por completo. Para que el euro logre alcanzar con éxito la totalidad de estos objetivos, es preciso emprender rápidamente, antes de que sea demasiado tarde, otras reformas de políticas suplementarias. Desgraciadamente, la más importante de dichas reformas –la reforma del mercado de trabajo y una coordinación más eficaz de las políticas fiscales y de la gobernanza económica europea– se enfrenta a severos obstáculos para su realización.
Al final, las líneas de batalla política sobre estas reformas se corresponden aproximadamente con las que se trazaron durante la Convención de la Constitución Europea y en los referéndums populares más recientes sobre la constitución en Francia y los Países Bajos. El papel que estas reformas en materia de política desempeñarán en el futuro éxito o fracaso del euro –y en el futuro éxito de Europa como un modelo eficaz en el sistema internacional– se abordará en la Parte II del presente análisis.
Paul Isbell
Investigador Principal, Economía y Comercio Internacional, Real Instituto Elcano
http://www.realinstitutoelcano.org/analisis/777.asp